Fotoperiodismo en pie de guerra
Visa pour l’Image, la gran cita del gremio celebrada en Perpiñán, celebra su 25º aniversario en plena pelea por lograr el reconocimiento de la profesión
JUAN PECES Perpiñán 3 SEP 2013 - 22:07 CET
Veinticinco años exhibiendo el mejor fotoperiodismo del mundo. Veinticinco años enseñando al espectador a mirar, a sentir empatía y a interesarse por lo que pasa más allá de su entorno inmediato. Esa ha sido la razón de ser de Visa pour l’Image, el festival fotográfico que se celebra esta semana en la ciudad mediterránea de Perpiñán, al sur de Francia y que tiene ante sí el reto de acertar en su criterio expositivo, de reconfortar y revalorizar una profesión siempre en la cuerda floja y de ahuyentar la sensación de déjà vu.
Esta edición rinde homenaje a los maestros Don McCullin, John G. Morris (fotógrafo y editor gráfico) y João Silva, y presenta los trabajos de fotógrafos caracterizados por la inmersión documental intimista (Darcy Padilla, Sara Lewkowicz), el reportaje social-comunitario (Andrea Star-Reese, Rafael Fabrés, Sarah Caron, Vlad Sokhin, Abir Abdullah), y el fotoperiodismo clásico de guerra (Goran Tomasevic, Jerôme Séssini, Phil Moore, Sebastiano Tomada, Muhammed Muheisen).
Jean-François Leroy, director, alma del evento y comisario único, mantiene el mismo espíritu reivindicativo de siempre y sigue siendo el canario de la mina que alerta cuando las cosas no van bien. En 1989, fecha de la primera edición de Visa, los fotógrafos utilizaban la película Ektachrome. Hoy ha cambiado la tecnología, pero su concepción del fotoperiodismo como una especie de misión en la que cada actor tiene su cuota de responsabilidad no ha variado.
Después de dos años, Leroy sigue esperando a que el gobierno francés conceda todo el reconocimiento y apoyo institucional que, considera, debe recibir la fotografía. En total, este año el festival reparte 120.000 euros en premios, lo que supone un estímulo imprecindible para la profesión.
Leroy se muestra sorprendido de que los editores gráficos españoles no se interesen más por el festival, a pesar de su disposición a mostrar la riqueza de la fotografía española y latinoamericana (la organización colabora con la fundación Photographic Social Vision). También sorprende que tan solo haya tres medios españoles —los tres, catalanes— que hayan enviado trabajos para su consideración a los premios Visa de Oro. Los tres tratan temas relacionados con los desahucios y la crisis. Una fotografía del español Diego Ibarra Sánchez está nominada… por el diario Libération. Sylvain Cherkaoui cambió Madrid por Senegal y Malí, y es presentado por LeMonde.
El director de Visa ha conseguido traer, por fin, a McCullin y Silva, pero también valora los reportajes —“realizados con distancia, respeto y humildad”— que son capaces de mostrar fotógrafos como Star-Reese y, el año pasado, Robin Hammond. Dos de los autores por los que él ha apostado personalmente y cuyo trabajo ha promovido.
Haciendo balance de estos 25 años, Leroy lanza un mensaje: “Abran los ojos”. Si cada año consigue conmover el espíritu de una sola persona, dice, se siente satisfecho. “Pero no soy yo el que abre los ojos de la gente, sino los fotógrafos, que comparten la pasión de testimoniar. Por eso me considero el hombre más afortunado”.
Esa placidez, aun en medio del dolor físico que le producen las heridas recibidas por la explosión de una mina en Afganistán, es la que desprende João Silva, el mítico fotógrafo otrora miembro del Bang Bang Club —coinspirador de la película del mismo nombre—, ahora fotógrafo de plantilla de The New York Times.
Silva, que ha sufrido una cincuentena de operaciones desde el día en que perdió ambas piernas mientras tomaba fotos junto a una patrulla de soldados de EEUU en octubre de 2011, es el objeto de una retrospectiva en la que se aparecen la escenas más sórdidas de la guerra en Irak, Sudáfrica y Afganistán, pero también la mirada compasiva ante las víctimas. El fotógrafo ha asumido que “la vida es cambio”, se siente “feliz por poder ver crecer cada día” a sus hijos Isabel y Gabriel, cuyos nombres lleva tatuados en el pecho, y afirma que intenta “recuperar poco a poco” su vida anterior. “Retomar mi ritmo <CF>en la cobertura de conflictos, volver al vórtice. Sentirme completo de nuevo”.
El fotorreportero no tiene más que agradecimientos a su periódico, que costeó su tratamiento hospitalario y rehabilitación, y para “la lluvia de apoyos y cariño” recibidos de todo el mundo, lo que le lleva a afirmar que “la gente, en el fondo, sigue valorando el fotoperiodismo y los riesgos que corremos”.
No hay rencor ni amargura alguna en sus palabras, aunque lamenta la “desesperación” de la industria periodística por conseguir audiencia, a expensas del reportaje, y el hecho de que mucha gente “no quiere enfrentarse a la realidad”. Por eso, dice, su objetivo es conseguir que el espectador “salga de su zona de comfort”.
Rafael Fabrés, fotógrafo madrileño afincado en Río de Janeiro, ha cubierto la epidemia de cólera y las elecciones en Haití y, recientemente, la política de pacificación o toma de control por parte de la policía de las favelas cariocas más conflictivas. Su trabajo, elogiado por Leroy, refleja la violencia pero también el escepticismo que transmite una política “vista como un cinturón de contención de la violencia de cara a los Mundiales de fútbol y los Juegos Olímpicos”. Y resalta que “ni los buenos son tan buenos ni los malos son tan malos” cuando se afronta la realidad de las favelas.
Como muchos otros fotoperiodistas, Fabrés cree que el problema de la profesión, especialmente en España, “no es que no haya dinero; es que no hay interés”. Y afirma: “España es un caso perdido; no sirve quejarse, así que no queda más remedio que trabajar para medios extranjeros”.
Y cumplir, así, la máxima que lleva tatuada João Silva en su antebrazo derecho: “Accept no limits”.
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