Malick Sidibé, el gran fotógrafo africano del que ya hablamos en este blog, luce ya viejito, oye poco, ve bastante regular; a veces se olvida de las cosas... Y se ríe mucho. Más aún cuando le vamos a visitar un día de junio junto a la cantante Oumou Sangaré (ambos se respetan mucho, se ve al instante), y él, rodeado de chiquillería, agradece la visita.
Más incluso cuando, sentados en el porche, rodeados por mil ojos, se percata de una herramienta nueva, el Ipad. Se la enseñamos y le explicamos que es como una caja mágica que hace hasta fotografías.El aparato global, le comentamos, sin afán de publicidad. Entonces él lo coge en sus manos ya gastadas y lo contempla asombrado. Le tomo un retrato, veánlo al lado. Y aquel hombre tan grande se hace carcajada pura. "¿Quién lo iba a imaginar?", dice, "¿quién, quién?"... Y le mostramos luego sus posibilidades. Negro, sepia, color... fotos como de hace cincuenta años en un click. Un juguete como ven. Queda maravillado. La imagen es lo importante, dice. Una imagen vale y valió para él siempre más que mil palabras. Por eso quizá él ni ahora ni nunca habló demasiado. Pero yo pienso, pero no le digo, que es más bien el ojo (y no el aparato fotográfico) el que cuenta. Y su manera de mirar siempre fue especial.
Por la mañana habíamos visto su colección de rolleiflex, abandonada, llena de polvo en su estudio de Bamako, la capital de Malí, lugar de peregrinación durante muchos años. Un tanto triste el panorama. Pasamos a buscarlo por allá, con la esperanza de encontrarlo, pero el maestro no estaba, el maestro casi nunca va. "Baja poco ya desde su casa", dicen los empleados. Está perjudicado. Y Oumou Sangaré no se resigna (menuda es). Nos montamos en el coche de nuevo, inmenso, modelo norteamericano, bien climatizado y recorremos barriadas y barriadas hasta llegar donde él se encuentra.
Las paredes estaban cubiertas con algunas fotos de él mismo, más o menos jóven, en distinto tiempo y lugar, activo, incansable. Es uno de sus muchos hijos quien se encarga de seguir retratando a los habitantes de esta ciudad que, se diría, nada han cambiado desde que él comenzó en la fotografía allá por los cincuenta/sesenta. No queda más remedio que pensar si el estudio de un artista tan grande estaría así de encontrarnos en Europa o más allá. Si alguien duda de su grandeza, vean uno de sus últimos trabajos, esta colaboración de 2009 para The New York Times. El periodista Andreas Kokkino cuenta cómo los modelos eran los miembros de su familia, cómo vistieron con estilazo toda la ropa de alta costura, y a Malick le bastó con sólo dos o tres disparos por foto y ya... Allí responde a las preguntas de rigor: ¿Su primer objeto retratado? "Mi aldea". ¿Cómo empezó? "Como ayudante de un fotógrafo francés". ¿Cómo elige usted a los personajes? "Los personajes me eligen, vienen a mi".
Se le ve feliz. Habla de su familia. Señala a los nietos correando en su casa. O mejor, casas, una suerte de corrala sin otra dirección que su nombre(vas parando en la calle a la gente y preguntas: ¿La casa de Malick Sidibé? Y todo el mundo sabe donde está), es su sede ahora, allí donde vive rodeado de toda su familia, una suerte de mancomunidad: tres esposas, una veintenta de hijos e innumerables nietos. Y le recordamos aquí estos días por esa Maleta de Malick que el Festival La Mar de Músicas ha traido hasta Cartagena (Murcia) en recuerdo a su visita primera a España que tuvo lugar en 2001.
"Entonces participó en la sección de arte de La Mar de Músicas que ese año dedicaba un especial a Mali", cuentan los organizadores. "Vino a Cartagena vestido con túnicas y con la cabeza cubierta por un bonete de fieltro, y con las maletas llenas de los retratos que hizo a los jóvenes malienses allá por los años sesenta. Una noche en el Auditorio Parque Torres, sede principal del festival, abrió su maleta y vendió las copias de sus fotografías que traía consigo. Años después, el mismo festival recupera esas fotografías para esta intervención, La maleta de Malick, abierta en el Palacio Pedreño de Cartagena hasta el 31 de agosto. En la exposición, además, hay fotografías del autor en Cartagena, artículos de prensa, libros y otros materiales sobre el gran fotógrafo africano", cuentan los organizadores.
Sin las fotos de Malick Sidibé (Soloba, 1936), los años que siguieron a la descolonización de la antigua Sudán francesa (el Estado independiente de Malí se formó en 1960) no existirían en la memoria de este país subsahariano que ahora lo está pasando bastante mal, se está quedando sin arte, sin música, sin libertad, por culpa de los fundamentalistas instalados ya en el Norte. Las imágenes de gente de la calle, gente de fiesta, gente feliz, ociosa, esperanzada, captadas por Sidibé, rescatadas del olvido por André Magnin, uno de los grandes especialistas en arte africano contemporáneo, se expusieron por vez primera en España en Cartagena con motivo del festival La Mar de Músicas, en el 2001. Aquel fue también su primer viaje a nuestro país.
Ahora ya apenas sale de casa. Ya no visita esas fiestas o saraos de las que era adicto. Pero diversión dentro no le falta. Allí, en su sillón, recibe con hospitalidad a las visitas, que son un reguero; gente que quiere ver o compartir un tiempo con el maestro. Y él atiende y espera. Oumou Sangaré habla en bámbara con él largo rato. Se ríen. Pero Sidibé se evade a cada rato. Mira a todos, quizá desde esa nueva dimensión que da la edad y lo mucho vivido. Está preocupado a ratos. "Malí, Malí", se oye.
Las fotografías que Sidibé trajo al festival de Cartagena nada tenían que ver con el paisaje típico africano. No había hambre, ni dolor ni animales salvajes en los negativos realizados por este artista que por aquel entonces tenía 65 años. "En sus retratos, los hijos de la burguesía, de un país que acababa de ganar la independencia, movían sus caderas al ritmo del twist o del rock and roll, vestidos con pantalones campana, inspirados en las películas y en la música que llegaba de América. No había party ni sarao que se preciara al que no fuera invitado. Todos querían estar delante de su cámara". El Malí de aquel tiempo nuevo, el Malí de ahora mismo quedó reflejado en un trabajo único e imitado por muchos fotógrafos continentales.
Su presencia serena, su humildad y amabilidad quedan retratadas en esta instalación que le rinde homenaje. Cuando salimos de su casa, se agolpan los niños fuera, rostros expectantes, sonrientes, ojos poderosos, vestidos de colores, una calle de tierra roja y húmeda, mujeres sentadas que venden algunas verduras, mucho polvo, mucho calor. El vestido naranja de Oumou que lo invade todo. Nos marchamos con pena. Quién sabe si le volveremos a ver tan cerca algún día. Quién sabe qué será de Malí...
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